Cuando la tradición te corre por las venas y creces entre canutillos y lentejuelas, fanfarrias en el club o chupacobres a la vuelta de la esquina, la mente es un laberinto exploratorio en busca de identidad, con una única puerta de salida: carnaval.
El muchachito debía encontrar su camino y permitirse ser lo que quería ser, despojándose de la túnica de Nazareno que ya no vestía por “coge puerca” y que quedó sepultada en uno de los tantos baúles llenos de disfraces en la casona de La Cuarta, pero que su esencia, la devoción, llevó consigo hasta el fin de sus días y seguramente lo acompañó en su viaje hasta la eternidad.
Hoy nos consuela creer que en el vía crucis de sus últimos días el Nazareno le mostró el camino.
Él decidió darle espacio a su alma alegre y fiestera, arrancando de sus padres y amada tía, la eterna comay, la parte de sus vidas que como un imán lo atraía: el carnaval.
Vio a sus hermanas convertirse en reinas carnestolendas y lo disfrutó; a sus padres, forrados de lentejuelas debutando en el club y los aplaudió, regaló a Noelia la mejor de su sonrisas cuando bailaba el pilón, pero nada le bastaba para apagar su sed de tradición, lo de él no era el brillo.
Al fín encontró en el barro de una laguna salada el elixir justo para calmar su espíritu y se sumergió en él, para renacer año tras año del mismo fango, trasformándose en un embarrador… Y fue feliz, muy feliz.
Era tanta su alegría que lleno de gratitud se esforzó por darle dignidad a esta tradición y elevar la figura del monigote grotesco a ícono del carnaval y hoy estatua admirada; le dio orden al desorden para preservar la tradición.
Cada año su sonrisa lo delataba aún debajo del capucho y su gracia y alegría lo ponían en evidencia por más que intentaba mimetizarse en el tumulto pilonero que danzaba y espantaba con barros y sonidos guturales que parecían provenir de un animal herido, en las madrugadas del sábado de carnaval.
Era el instante de su vida en el que se sentía pleno y que pagaba cualquier sufrimiento o dolor del cotidiano vivir.
Se untaba de pueblo, porque así se sentía y unido a la misteriosa comparsa de saco, capuchón y barro, que no conoce de estratos sociales, danzaba feliz, volando por las calles honrándonos con un saludo: “tú no sabes quién soy yo, pero yo sí sé quien es tú”, me dijo un día, mientras ensuciaba mi cara de barro, con delicadeza y se burlaba de mis miedos, espantándolos con una sonrisa cálida que nunca reconocí y que ahora, cuando ya no está, me revela su identidad al recordarlo.