La Iglesia Católica con el paso de los siglos y milenios ha aprendido a acompañar a sus feligreses ofreciéndoles lo necesario para su desarrollo y crecimiento espiritual, es decir, para que puedan encontrar y usar los medios necesarios para llegar a la meta de su fe, de su compromiso bautismal.
El año litúrgico es la pedagogía más práctica y experimentada que asegura al creyente ser el camino adecuado para la vivencia de su fe. Entre los varios períodos de los que se compone el año litúrgico, está la cuaresma, plena de rico contenido que se ofrece como auténtica escuela que se extiende durante 50 días previos a la Pascua del Señor.
El feligrés que la transcurre tiene la oportunidad de zambullirse en las serenas aguas de la espiritualidad. A ella se entra por el desierto vivido por Jesús, al que acudió inmediatamente después de su bautismo. El desierto no es ausencia ni carencia, el desierto es la andadura por las profundidades de uno mismo. Encontrarse en el desierto es descubrir la soledad como auténtica libertad, donde se camina sin cadenas ni ataduras, es la vivencia del despojamiento total para el mejor y más maravilloso de los encuentros. Yo y Dios. Donde yo soy vida en búsqueda y Dios es vida en plenitud de donación. Donde mi yo se siente acogido amorosamente y Dios el ser infinito, maravilloso, grandioso, hermoso, extraordinario ante el cual solo queda admirar, contemplar, alabar.
En el desierto se experimenta la debilidad, no para un eterno lamentarse, sino para un gozarse en el brazo cariñoso de Dios que te sostiene. En el desierto se experimenta el hambre, no como fatiga estomacal, sino como la experiencia de saciedad en el alimento único y nutritivo que es el Señor: Yo soy el Pan de vida. En el desierto aparece con toda su crudeza la conciencia de pecado, pero no para darse por perdido sino para saberse en Cristo perdonado, reconciliado, salvado.
La cuaresma es el mejor taller de reparación. Nadie llega a un taller para desmoralizarse sino para tener la seguridad que allí se encontrará la recuperación, la sanidad. Allí la deficiencia desaparece porque está la seguridad de un reempezar sin contratiempo. Cierto que la entrada en ese taller no es gratis, hay que aceptar serias incomodidades, habrá que desprenderse de viejas ataduras, habrá que renovar piezas desgastadas, tendremos que acomodarnos a nuevas exigencias, pero al final dejaremos el taller totalmente renovados.
La cuaresma, camino hacia la pascua, es tropezarse de bruces con el dolor, el sufrimiento. Sin cruz no hay experiencia de salud. El caminante cuaresmal se asusta ante el dolor como Cristo en la agonía, pero aprende a caminar dolorosamente su viacrucis con la serenidad de Jesús agonizante, todo está consumado. El dolor es consumación, darlo todo por terminado, porque a partir de él solo existirá la resurrección.
La cuaresma es un aprendizaje. Aprendemos a levantarnos. Aprendemos a compartir. Aprendemos a adorar, aprendemos a rezar, aprendemos a valorar, aprendemos a ser nosotros mismos, aprendemos a descubrir, aprendemos a sufrir, aprendemos a vivir, aprendemos lo más necesario e indispensable, aprendemos a amar.