Sin tener que detenernos a sacar cuentas sobre la forma de satisfacer las necesidades básicas de un ser humano; es decir, los costos económicos de suministrar agua, comida, techo, salud física y mental, medicinas, ropa y educación, no se necesita ser brujo ni tener un doctorado en matemáticas para concluir que es más barato educar a un niño que reeducar a un delincuente y no morir en el intento.
En esas estamos. La controversia sobre los componentes del Programa de Alimentación Escolar –PAE– sigue candente. Y seguirá candente. Porque los niños y los jóvenes tienen hambre. Llegan al colegio con hambre y se van del colegio con hambre. Estamos ante el fenómeno que los abuelos llamaban “hambre vieja”. Ellos no tienen la culpa. Es más, no pidieron ser traídos al mundo. Son inocentes. Están aquí y hay que alimentarlos responsablemente.
Con todo, seguimos y nos declaramos convencidos de que es más barato educar a un niño, incluyendo su ración diaria de alimentos y las administraciones distritales, municipales, departamentales y nacionales están en deuda con el suministro de libros y útiles anualmente. Vamos avanzando. El suministro de alimentos ya es un gran paso y se está a la espera de los otros pasos.
Y es entonces cuando nos vamos al otro extremo. El niño que no supo lo que es hacer parte de una institución educativa. El menor que no tuvo oportunidad de socializar con los otros niños de su edad y aprender allí los valores necesarios como el amor y el compartir para integrarse sanamente a una sociedad. El niño que sólo aprendió a golpe y porrazo lo que la vida le fue enseñando y aplica esas enseñanzas para sobrevivir, no importa que para lograr sus objetivos tenga que recurrir a la violencia y pisotear los intereses y aspiraciones de sus semejantes. Ese niño crece y sin darse cuenta, porque no está facultado para ello, se convierte en un peligroso delincuente que ataca, con razón o sin ella, todo lo que se le ponga por delante.
¿Cuál es la respuesta de la sociedad? Esa sociedad que le negó la oportunidad de estudiar a ese niño y de satisfacer sus necesidades básicas, ahora, que es un ser humano adulto (hombre-mujer), lo condena. Lo encierra en un costoso centro carcelario en donde tiene que darle el desayuno, el almuerzo y la cena que le negó durante su niñez. Ahora tiene que reeducarlo.
Y en eso se irán muchos años, aunque los resultados no sean los mejores porque esos centros de reeducación no están cumpliendo sus objetivos y sólo han servido para que el joven delincuente salga graduado de delincuente profesional y con más charreteras de cuando entró. Paradojas de la vida. O educamos al niño o sufrimos las consecuencias.