Corrupción e inmoralidad

La corrupción, esa mala palabra y peor acción, que consiste, además de hacerse económicamente poderoso hurtando en caja ajena, especialmente en las arcas del erario sustrayendo de ella los sagrados recursos públicos; es también de orden moral, tan o más grave que la anterior, y la vemos cada día y cada vez más en nuestros mandatarios tanto por acción como por omisión.

Mienten a diario nuestros gobernantes sin sonrojarse siquiera, como también permiten que otros los hagan a sabiendas que mintiendo, engatusando o engañando, están sin reparo alguno ante la ciudadanía y comunidad entera. Ponen en duda, con tal de avanzar a costa de lo que fuere y la más de las veces, el prestigio de sus servidores públicos, su profesionalidad y su trabajo con nulo sentido de lo que el Estado es, traduce y significa.
Filtran información, contenidos, ponen en riesgo la institucionalidad, proveen de datos a los medios de difusión más cercanos a sus intereses. Les importa poco o nada las consecuencias de esas indelicadezas. Arrasan con todo prestigio con tal de salvar su pellejo, lo que a la postre y afortunadamente se les revierte cuando van apareciendo las verdades en el firmamento de lo evidente. Igual anuncian con desparpajo y desfachatez inusitada que van a controlar como gobierno el funcionamiento de todos los entes de la Administración Pública.
Adoptan nuestros gobernantes posiciones y posturas impropias de cualquier servidor público en un país democrático, que no les sirve para conseguir duraderos respaldos, sino los propios de lo que dar puede la conveniencia. En esto de la administración pública deben decirse las verdades todas sin importar cuán grandes sean y no hacer papelones estúpidos, como consuetudinariamente vemos que hacen y respecto de los cuales no hay a futuro (casi siempre inmediatos), explicaciones que valgan y que llaman a hacerse cruces y sentir pena ajena.
Caen en lo patético y empiezan a verse afectados (quiéralo Dios), por los sondeos que le auguran un futuro difícil; y, desorientados ante lo malo y peor que les puede sobrevenir, acometen contra todos y contra todo lo que encuentra por delante sin saber exactamente contra quién choca, y le es igual. Lo hemos visto de sobra, que sea de los suyos o de los otros, pero ni siquiera se inmutan, siguen campantes sin hacer reflexión, contricción, ni examen de conciencia, soportados en el decir que la mejor defensa es el ataque, estrategia efectiva cuando se hace acudiendo a la inteligencia y a lo inteligente, y de eso más bien poco o nada.

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