¿Somos lo que hacemos? ¿Hacemos lo que somos? Ni lo uno ni lo otro. Pero ambas van unidas desde su extremo propio. Porque ciertamente, en ocasiones hacemos cosas que no somos en verdad, pero que a la vez revelan una parte de lo que somos. Por otro lado, hay momentos pareciéramos ser fruto de lo que hacemos, sin embargo, nuestro ser no se agota en el hacer. El argumento más ontológico y lógico, llega a esta conclusión: el ser precede al hacer y el hacer es posterior al ser.
En otras palabras nuestras acciones no definen ni expresan todo lo que somos. Así alguien en su interior puede llevar mucha maldad y esconderla con acciones aparentemente buenas pero cargadas de hipocresía, doble intención o falta de sinceridad. ¿Cuántos ganan dinero manchado de sangre y luego van a dar a otros como intentando limpiarlo? No es la acción en sí misma la que vale muchas veces, se debe cuidar siempre su intención. Así mismo en algún momento podemos hacer algo malo, por debilidad o necedad, sin que esto borre nuestra esencia bondadosa interior. En todo caso: siempre hay que estar atentos.
Aplicado esto a las palabras de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis” (Cf. Mt 7, 16), ¿qué significa?, ¿que nuestra acciones revelan lo que somos? No precisamente es ese su sentido, porque cuando Jesús usa esta comparación, se refiere no sólo a frutos como acciones, sino como al conjunto de lo que somos, es decir, la unidad de nuestro ser personas en cuerpo, alma y espíritu. Esto incluye nuestro mundo exterior e interior como seres humanos: emociones, pensamientos, intelecto, voluntad, deseos, planes, etc. Porque no tenemos cuerpo, somos cuerpos animados por un alma racional y espíritu divino dado por Dios para ser lo que somos.
Cuando pensamos, no es nuestra cabeza o mente quien lo hace, sino nuestro ser completo de personas. Lo mismo podría decirse del odio o un sentimiento malo, es nuestro ser personas quien lo está experimentando. Hay una lucha en el interior de nuestro ser a partir del pecado original que nos divide y rompe esa unidad primigenia dada por Dios. El pecado introduce el desorden en nosotros, pero la gracia y amor de Dios en Cristo nos reordena, es decir, restablece en nosotros el orden querido por Dios para que no vivamos divididos sino integrados en el amor. Porque sólo en el amor, está lo que realmente somos. Jesús nos llama pues a vigilar qué llevamos o cultivamos en nuestro interior, para que así nuestros frutos, es decir, lo que pensamos, hablamos, hacemos u omitimos reflejen la verdad de los que somos.
Y ¿qué somos? la palabra de Dios nos da la respuesta en 1Jn 3, 1-5: “1 Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. 2 Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.
3 Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro. 4 Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad. 5 Y sabéis que él se manifestó para quitar los pecados y en él no hay pecado”.
Es decir, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado plenamente todo lo que eso significa. Porque todavía estamos en el espacio y el tiempo sometido a sus limitaciones y a las nuestras, siendo la mayor de ellas, el pecado que nos hace desviarnos de lo que somos y dar frutos que no esperamos ni convienen. Solo en la eternidad, Dios destruirá el pecado para siempre y se manifestará en todo su esplendor, lo que somos: imágenes de Dios amor. Por ahora no destruye nuestra condición pecadora, porque en su amor y misericordia, nos sigue dando ocasión para el cambio o conversión hacia Él, que es otra realidad, que amar, amar y amar sin hacer daño a los demás. Porque el amor no daña ni se daña.
Por tanto, la invitación de Jesús, es esta: ama, ama y no te canses de amar. ¿A quién? A Dios que es Padre de todos y así mismo ama a las demás personas, porque cada ser humano al ser hijo de Dios, al mismo tiempo también, es tu hermano. Ese es el fruto que habla de nuestro ser y hacer.