El artículo que comparto hoy con mis lectores constituye uno de los acápites de una investigación reivindicativa que estoy realizando sobre la gesta del incomparable Francisco El Hombre. Esa investigación la entablé aupado por el convencimiento de que el conspicuo galanero – Francisco Moscote– no ha recibido el merecido respaldo bibliográfico e investigativo de sus coterráneos, y ello ha incidido para que no se le haya tributado la dignidad merecida. Sin embargo, y afortunadamente, en honor a la verdad, durante el periplo de este trabajo me he topado con una literatura, amplia, diversa e inclusive fantástica sobre la vida y obra de este trovador sin par.
Aplicable a razones de lo que llaman algunos actos de prestidigitación académica, los responsables de tal ignominia con el Juglar Primario generalmente han tenido su origen geográfico en el entorno del Valle de Upar. Valledupar no requiere de tales actos de prestidigitación académica en que han incurrido unos estudiosos de forma premeditada una parte, e inconsciente la otra, para ubicar hasta los orígenes más remotos de la música en su hábitat.
El rol primigenio, inventor y estructurador de los acordes que sentaron las bases que a su vez devinieron en la consolidación de la música de acordeón por parte del campesino guajiro e ínclito rapsoda Francisco Moscote Guerra es uno de los asuntos cruciales y generadores de discrepancias de cierta amplitud. Tesis encontradas y hasta rencillas personales han sido contexto habitual desde que la melodía vallenata dio ese salto con pértiga, al trascender de la indiferencia y el desprecio de las aristocracias regionales de antaño hasta convertirse en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Lo que de ninguna forma es un asunto menor.
Podría tratarse según pretenden algunos de una cuestión intrascendente, y que lo sustancial es el sitial que ostenta hoy día el género musical vallenato. Es probable que tengan razón, aún más, teniendo en cuenta que las fronteras, los límites, son invención del hombre. Podríamos estar de acuerdo aquí con varias de las aseveraciones de Adrián Villamizar en torno a la inocuidad del origen primigenio de la música. Pero desafortunadamente no es una confabulación deleznable, de tan poca monta. Estamos frente a la delimitación geográfica, cultural, de la música folclórica cuya fuerza llena de orgullo a una región, a un entorno, pero mucho más aún al lugar exacto, al sitio donde están ubicadas las coordenadas precisas de su origen.
El lugar donde se originó el vallenato es un asunto ante el cual es imposible permanecer ajeno, flemático. Es una cuestión de tal consecuencia, que proponer la indolencia de su origen o la neutralidad ante el mismo, no es sensato, no es lógico. Todos sin excepción nos enorgullecemos de los logros de los coterráneos y es falso y lleno de cierto dejo de simulación, afirmar que no importa dónde nació, adonde se cimentó, donde se construyó semejante legado cultural que hoy día trasciende fronteras. No en vano algunos investigadores han acudido a los previamente enunciados “actos de prestidigitación académica para diluir la imagen y la importancia de Francisco El Hombre” buscando premeditadamente redirigir la línea ancestral de la música vallenata hacia los lugares de nacimiento. De la misma razón que lo hacemos nosotros. ¿Quién tendrá la razón?