Vayan donde ‘Nona’

Este artículo está basado en un cuento corto que hace parte de una serie de cuentos que estoy escribiendo.

En los años 70, en algún lugar de la costa, el niño Fabio Jr. iba todos los días a la escuela primaria de su pueblo, vestido de pantalón corto, zapatos “pepitos” negros, camisita blanca con tiradores y un corte cabeza pelada con copete.

En su recorrido por la calle principal del pueblo, polvorienta y llena de piedras, se extasiaba contemplando la vista del mar y los pelícanos volando, hasta llegar a una casa donde se empinaba para ver por una ventana, con sus ojitos desorbitados algo que lo turbaba, y después salía corriendo despavorido como alma que lleva el diablo para llegar a la escuela temblando y “cagao” del susto; su profesora nunca supo por qué –pero yo sí– que soy el protagonista del cuento que les cuento.

Resulta y pasa que de niño las cosas relacionadas con la muerte me daban terror, como ver un ataúd sobre un viejo escaparate, dentro del cuarto donde dormía la señora ‘Nona’, ya que esa escena me recordaba una historia que había oído en la radionovela ‘Kaliman’, en la que se narraba cómo enterraban viva a una persona en un ataúd. Ese relato quedó tan fuertemente fijado en mi memoria de infante que no entendía cómo esa viejita tenía el coraje de dormir con una cosa así de macabra en su cuarto. 

Cada vez que pasaba por su casa sentía la curiosidad del niño por ver ese cuadro y, durante mucho tiempo sentí espanto por los ataúdes, evitando vivir cerca de funerarias y cementerios. 

La verdad es que nunca supe cómo se llamaba ‘Nona’ y en esa época no había funerarias en el pueblo. El caso es que la señora ‘Nona’ mandó a hacer su cajón mortuorio y lo guardaba en su cuarto, y cuando alguien moría de “repente” –como decían a una muerte imprevista– el problema era conseguir al carpintero del pueblo para hacer el ataúd, entonces alguien se acordaba de ‘Nona’ y decía “vayan donde Nona” que ella presta su caja.

Pasaba el tiempo y ‘Nona’ con 90 años de vida se conservaba fuerte como una roca y veía morir a todo mundo en el pueblo. No se sabía quién sería el próximo huésped del cajón de ‘Nona’, pero siempre estaba disponible para el que lo necesitara, con la condición de que se lo devolvieran pronto, hecho de roble, pintado de negro y con dos almohadas blancas mullidas, una para la cabeza y la otra para las piernas, pues decía que muerta iba a dormir bastante y no quería sufrir pesadillas por culpa de una mala posición del cuerpo. Así fue como durante mucho tiempo el cajón de ‘Nona’ salvó la patria a muchos muertos en mi pueblo.

El cuento finaliza con una paradoja y es que el día que muere ‘Nona’ no tenía su cajón. Lo había prestado para el entierro del carpintero del pueblo que falleció primero y, como no había quien hiciera el cajón de ‘Nona’ el de ella hubo que mandarlo traer de otro pueblo.

Hoy nadie tiene un cajón en su casa para esperar la parca, como nadie vela a sus muertos en casa. La tecnología permite ver el velorio por internet, y las salas de velación de las funerarias son el lugar donde se reúnen familiares y amigos para despedir al difunto, cómodamente sentados, con aire acon- dicionado, en medio de tertulias o chateando, disfrutando de bebidas frías y calientes y, quien sabe a futuro, si del servicio de comida y licor incluidos. 

Los seguros y pólizas exequiales son “la plata que uno paga por lo que no quiere”. Acabaron la costumbre de mandar a hacer el cajón, pero al final de la vida la madera de un árbol nos servirá de estuche o pijama, o nuestras cenizas volverán a la tierra por cremación. Es la realidad de la vida, y después de muerto la calavera es ñata.

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