Siete días antes de su muerte, como si volviera a recorrer sus pasos, César Fajardo Buelvas regresó por última vez a San Antonio – Pancho, el antiguo pueblo guajiro, hoy zona rural de Manaure, donde vivió sus primeros años, para asistir a la inauguración del puente sobre el río Calancala que los pancheros originarios y sus descendientes, habían esperado por 165 años.
Ese viernes, un 24 de agosto de 2018, frente al río rutilante y bajo el sol candente de la mañana, en medio de discursos solemnes y entusiastas frases efímeras que estallaban como pólvora festiva, César Fajardo habría de recordar aquellas veladas musicales que los misioneros capuchinos organizaran a principios de la década de 1940, en ese mismo pueblo alguna vez pujante y luego abandonado por las inclemencias naturales, los azares de la política y las incertidumbres económicas.
Fiestas que siendo niño aún, alcanzó a disfrutar, ambientadas por los armónicos sonidos de viento y percusión de una banda integrada por nativos wayuú, educados en el famoso Orfelinato que la misión capuchina había instalado allí desde 1910.
También él se había formado en sus primeros años en ese internado, y en sus aulas calurosas, el patio común, o la selecta biblioteca, acontecieron sus primeros encuentros con los escritores hispanos clásicos, con la lengua latina y el entrenamiento casi teatral en recitación, puesto que para los humanistas capuchinos el cultivo de las letras, las artes y el espíritu, era tan importante como el dominio de los oficios prácticos que ayudaban a resolver la vida material.
Ahora, mientras recitaba por última vez su célebre poema sobre el retorno, la nostalgia, y las ruinas de Pancho, allí en el mismo escenario donde el poema había nacido, César Fajardo, lúcido, elocuente y de potente voz escénica a sus 86 años, reconstruía cada recuerdo tan vivamente como si los experimentara en tiempo real, mientras el rumor apacible de las aguas del Calancala que corrían bajo el Puente, le evocaba tal vez sensaciones plácidas cargadas de honda memoria, muy distintas a las que le provocaba el cautivante oleaje marino, rítmico y casi hipnótico, pero impredecible y de tempestades latentes, que había hecho germinar otro de sus poemas más emotivos, el alegórico ‘Romance entre el mar de las Antillas y la península Guajira’: “El antes galante y apuesto trovador, / con cavernosa voz que infundía temor, / furioso se estremecía y se agigantaba / y contra la península su ira estrellaba”.
Y también, cómo no, en ese instante reapareció el viento, ese viento sibilante que representó en su poema ‘Ante las ruinas de San Antonio de Pancho’ como una “susurrante voz” de “triste gemido”: “De los alisios vientos, absorto en mis pensamientos, / oigo las susurrantes notas de tu silbido. / Como si fuera tu voz, que en triste gemido / me dijera algo reprensivo”.
Son vientos que hablan, a la manera de los vientos gimientes que hacían crujir las tejas de la fantasmal Comala imaginada por Juan Rulfo en ‘Pedro Páramo’, como aquel viento que Neruda comparara con un caballo desbocado en ‘Viento en la Isla’ : “Escucha como el viento me llama galopando para llevarme lejos”, o bien, como ese otro viento cargado de anhelo con el que Efraín fantasea en su viaje de regreso al Cauca, con la esperanza de reencontrarse con María, en la novela de Jorge Isaac: “y mis oídos ansiaban recoger en el viento una voz perdida de ella”.
En ‘Ante las ruinas…’, la vegetación salvaje que cubre los escombros del pueblo abandonado, es comparada con una suerte de velo verdoso que oculta, y a la vez deja entrever, los restos, las piezas de un pasado cuyas claves solo son conocidas por el narrador, caracterizado como un antiguo habitante del pueblo que retorna después de muchos años, traído por la nostalgia, y que entabla una conversación imaginaria, alegórica, con los espacios desaparecidos, cuyas voces quejumbrosas son recuperadas por el viento.
“Ya de ti, solo escombros y ruina existe. / Rala vegetación se extiende sobre tu suelo, / cubriendo con su verde velo, / los despojos de lo que antes fuiste”
Un recurso metafórico parecido al del velo aparecerá en su poema ‘Riohacha, por siempre y para siempre’, en donde, al hacer referencia a las evidencias materiales intactas del pasado épico de esa capital costera, invadida por piratas durante la colonia, resuelve comparar el yodo marino que cubre y conserva los restos arqueológicos de saqueos y duras batallas con el bálsamo, la resina que servía para momificar cadáveres en la antigüedad, y que también tenía una función de purificación simbólica, lo cual le añade al tema histórico aludido en el verso un carácter trascendente y sagrado.
Tanto en ‘Ante las ruinas…’, como en sus otros poemas, los ambientes sonoros simbolizan estados del alma, como si el autor se identificara con los sonidos característicos de sus paisajes y lugares significativos, y proyectara en ellos sus propias emociones, instintos o angustias.
Es así como el movimiento suave y rítmico del oleaje del Mar Caribe en calma se convierte en la canción amorosa de un trovador que seduce con sus notas de arpa a la bella península, los ruidos de la tempestad marina encarnan la furia de los instintos primitivos, las aves ribereñas del río Ranchería, en su paso por Riohacha, parecen interpretar alegres conciertos, las melodías de acordeón y los golpes de tambora entran en diálogo emotivo, contrapuntístico, con los relatos picarescos histriónicamente narrados por los habitantes de Papayal, y los silbidos y susurros del viento de San Antonio-Pancho llegan a evocar “tristes gemidos”.
En la medida en que elige comparar los sonidos de la naturaleza con rasgos humanos, el autor logra recuperar, a través de la personificación, aquellos sentimientos germinales de fascinación, asombro, placidez, desolación o nostalgia que impulsaron sus poemas, aunque no de una forma directa e inmediata, sino mediados por la distancia que impone la elaboración simbólica. Ya lo decía Jorge Isaac: “Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel”.
No obstante, a veces el arte interpretativo de los buenos recitadores, como el de los buenos actores, logra crear una ilusión de realidad tan eficaz, como si fuera posible unir al mismo tiempo la experiencia contemplativa inmediata y descarnada con el artificio sublime de la elaboración poética.
César Fajardo Buelvas era uno de esos buenos intérpretes, y esa mañana, el día de la inauguración del puente de San Antonio, mientras declamaba por última vez su poema nostálgico ante pancheros conmovidos que sentían cada palabra como suya, allí en el escenario real donde el poema sucedía, la magia escénica volvió a ocurrir y una vez más logró crear la ilusión, justo siete días antes de su último aliento.
Hoy, el día en que el patriarca de verbo fértil hubiera cumplido 90 años, vale la pena recordar por que ese puente lleva su nombre.