Ella, con nombre de mujer, se parece a una amante clandestina que, aunque si muchos saben que existe, pocos la ven y hasta desconocen su existencia.
A veces le sirve a los pelaítos en sus primeros años de vida para adquirir los hábitos correctos y facilitar el control de esfínteres. En este caso pierde clandestinidad porque la inocencia de quien lo usa, legitima la falta de pudor para que el objeto en mención ruede campante por la casa y te la puedes topar en el lugar menos pensado. Esa mica no es que cause tanta gracia, existe y ya, como los teteros y juguetes del dueño y uno se acostumbra a verla deambular.
La otra, la mica de adulto, esa que en mi tierra suele ser de peltre y que yo la recuerdo blanca, habita debajo de la cama de la abuela, siempre escondidita en su mismo rincón, de tal forma que esta pudiese encontrarse en la oscuridad, solo con tantear el lugar y pobre de aquel mortal que osara a tropezarla o cambiarla de puesto.
Ahí, limpia o verrionda, en su mismo lugar debía eternamente reposar.
En muchas de las casonas de mi tierra, el baño no siempre queda en el aposento. Esas moradas antiguas disponían o aún disponen, de un largo camino que te conduce, apretando las piernas y aguantando el chorro, hasta un único baño distante y oscuro.
Llegar a él era una auténtica y peculiar carrera de obstáculos. Debías esquivar la cola del perro o gato que de tanto en tanto dormía dentro de la casa, la hamaca atravesada colgada para quizá qué visita, cuando ya las colchonetas no daban abasto y, en el peor de los casos, hasta debías quitarle la tranca a una puerta y abrirla entre crujidos y rechinadas, para llegar al baño.
Por esta razón, las abuelas, cuyas vejigas remendadas con los partos y los años, muchas veces con descensos, no tienen la capacidad de aguantar las ganas y en el medio de la noche sueltan un imprudente chorro que golpea la mica de peltre en un largo tarratatá y que alivia la inflamación del bajo vientre, producida por el aguante innecesario, muchas veces doloroso e inoportuno de una meada nocturna.
Bienaventuradas las vejigas amplias y educadas, porque de ellos es el sueño plácido e ininterrumpido. Y lo sé que esta bienaventuranza no la enuncian los evangelistas, pero bien podría ser agregada y que me perdonen las monjas, pero es que calza a la perfección, justo como una buena enrulada en víspera de un 2 de febrero.
Quienes tienen el sueño ligero, se despiertan y desvelan con el repicar del chorro, y quedan ahí, en penumbra, escuchando el canto del grillo, y la sinfonía de los ronquidos familiares, incluyendo el de la misma abuela, quien tan pronto se vacía y coloca la mica llena en su puesto, queda rendida como un lirón.
Los de sueño pesado, duermen como un tronco y ni se inmutan. Ni chorros, grillos o ronquido alguno, logran perturbar su romance con Morfeo y es por ello que ni se imaginan la existencia de una mica, que reposa ahí, escondida a pocos metros de distancia y que un día alguno de ellos descubre por pura casualidad, cuando mete la cabeza debajo de una cama, tal vez para rescatar una moneda que se le ha resbalado del bolsillo, en su intento por contentar a los chiquitines de la casa, repartiendo chavos para dulces y se encuentra cara a cara con el objeto: lo toma entre sus manos; para su fortuna, está limpia y reluciente, lo enseña sorprendido a su público infantil y recibe en coro una inequívoca respuesta: ¡cuidado! … Esa es la mica de la abuela.