Por Miller Soto
Después de la decisión tomada por la Corte Suprema en el sentido de privar al expresidente Uribe de su libertad como una medida preventiva en el marco del proceso que se adelanta en su contra, son muchas las cosas que se pueden decir desde la calentura de un hecho políticamente impactante.
En un país 100% uribista como Colombia, en donde algunos son ‘anti’ y otros somos ‘pro’, no faltarán los argumentos a favor y en contra de la medida, pero más allá de eso, incluso más allá de Uribe, lo que este hecho genera es una serie de efectos que van desde las más elementales reflexiones de la sociedad, el despertar de una bestia que estaba en descanso, hasta la posible materialización de un definitivo, legítimo y generalizado afán de los colombianos por reformar una justicia predominantemente vergonzosa.
Hoy cobra vigencia el viejo adagio ‘no hay mal que su bien no traiga’, pues aunque el presidente más grande que ha tenido Colombia esté siendo objeto de una injusticia monumental, podríamos estar frente a un hecho que termine siendo el origen de un movimiento transformador que le dé al sistema judicial el vuelco que necesita. Y es que en torno a Uribe siempre sucede lo mismo: los atentados con la intención de darle muerte le dieron más vida, las sistemáticas tentativas para desprestigiarlo fortalecieron su prestigio, la deslealtad de unos pocos se tradujo en la lealtad de millones; y ahora, en medio de esta injusticia, crece en el país un sentimiento que clama justicia con determinación.
Un sentimiento que seguramente se verá reflejado en los cambios que requiere la rama y que —les guste o no— se originaron en Uribe como objeto de una infamia judicial que no es más que uno de los innumerables efectos de las profundas deficiencias que tiene nuestro sistema de justicia. Uribe es un hombre que ha entregado su vida al servicio de una patria que logró rescatar de un momento crucial y devastador de nuestra vida nacional.
Y aunque eso no lo haga merecedor de inmunidad frente a la eventual comisión de conductas reprochables, tampoco tiene por qué hacerlo objeto de la ignominia mediante imputaciones por delitos que no ha cometido; y mucho menos, de decisiones judiciales que lo priven de los más elementales derechos fundamentales a través de una justicia instrumentalizada por esos malquerientes que han sabido aprovechar las evidentes imperfecciones de una institución que hoy parece soportarse más en la política que en el derecho.
Pero ahí está Dios, el mismo que le dio más vida cuando quisieron su muerte, el que le dio más fuerza cuando buscaron debilitarlo, el que le dio más lealtades cuando lo traicionaron y el que seguramente le hará justicia ahora que pretenden ajusticiarlo. Un Dios que lo impulsa ante las zancadillas del odio. Álvaro Uribe Vélez, que trasnocha más a los uribistas que lo desprecian que a los uribistas que lo admiramos, no es un Dios. Pero no hay duda de que hay un Dios que lo ama y que se ha mostrado más uribista que yo.