Se lega un racismo por las denuncias y burlas que el caso de la joven bonaverense Jenny Ambuila Chará ha suscitado. Hay quienes quieren presentarla como una víctima de la cultura segregacionista reinante en Colombia contra lo no blanco en lo racial, trátese de indios, negros o mestizos.
Cierto es que, basta echar una ojeada a los criterios de ascenso en algunos organismos públicoscomo las Fuerzas Armadas y la Policía, para darse cuenta de la ausencia de generales de los grupos humanos citados. Y ni se diga de alta clerecía católica, donde los curas de tinte oscuro en la piel jamás se ven vestido de púrpura ni con en cíngulo obispal. Esta es una realidad de a puño en nuestra doliente patria.
No obstante, el caso Ómar Ambuila/Dian/Jenny Ambulia, dista de clasificar en entre estas líneas de discriminación. La joven Jenny es responsable de gastar lo indebidamente obtenido y de haber incurrido en el pecado de la ostentación o vanidad. Ella tiene el suficiente juicio para saber que el nivel de vida que se daba era incompatible con los ingresos propios como influenciadora en las redes y aun con la ayuda paterna, puesto que el sueldo del jefe de casa de diez millones de pesos mensuales no daba para residir en una de las torres de alquiler de Donald Trump en Miami.
Tampoco alcanzaba para pagar una carrera en la Universidad de Harvard, y ni se diga de las compras compulsivas y escandalosas de que hacía gala, incluido el carro Lamborghini de su perdición. También debió preguntarse de dónde sacaba su papá la plata para los giros continuos en dólares que ella recibía, o tal vez los atribuía a una bendición del cielo, dada su participación en una iglesia neocristina desde hacía quince años. En algunos países los familiares de los funcionarios de confianza deben ser solidarios en conocer las responsabilidades que un cargo oficial conlleva. Un ejemplo representativo de ello es la culpa atribuida a la bogotana Rosario Casas Dupuy como esposa que era del espía de la CIA Aldrich Ames, quien a cambio de dinero pasó información reservada a la Unión Soviética durante la década de los ochenta y principios de los noventa.
La señora fue condenada debido alos actos de su marido, al pasar por cómplice, al ignorarcuál nivel de vida le era posible de acuerdo con el salario devengado por su cónyuge. Por eso mismo, Jenny Ambuila seguramente enfrentará cargos como lavado de activos y enriquecimiento ilícito, entre otros. Peor aún, ella tiene una formación religiosa que debía obligarle a ser crítica ante el acceso a dineros que no tenían una explicación clara.
En su descargo podría decirse que esta muchacha representa el ideal de ciudadano colombiano modelado por el dinero fácil, producto de actividades ilegales, el narcotráfico, en primer lugar, donde la moral se amolda a las convenciones que algunos pregonan como gente de bien solo porque pueden gastar a manos rotas sin remordimientos.
En un intento por descubrir qué motivaba a la joven Ambuila a un exhibicionismo insultante, un análisis psicológico pudiera descubrir en ella rasgos narcisistas y actos de vindicta pública contra una sociedad que al comienzo de su vida la marginó a zonas de pobreza en Buenaventura. Sin embargo, hay que destacar su interés en darse una magnífica educación universitaria y eso se refleja en su ingreso a la Universidad de Harvard.
Lástima que esa misma superación no le permitió tener conciencia de dónde provenían los dólares que le permitían un derroche de lujos por encima de sus posibilidades económicas de toda la vida. Además, parece padecer de una baja autoestima subsanable a su manera de ver con el consumo de objetos de alto costo. En todo caso, Colombia debe ser implacable en descubrir la cadena de corrupción dentro de la Dian, de la que Jenny Ambuila apenas es la cereza del pastel.