Es una pena, pero a la vez una realidad que nuestro sistema educativo educa para tener ciudadanos sumisos, cuasi marionetas o máquinas en serie e irreflexivas que se mantengan obedientes a lo establecido, medidos cuantitativamente a través de una evaluación que los intenta agotar en una nota, ya sea un número o una letra. Creo que hace falta mirar al ser humano, más allá de eso, dirigir la atención a la persona que conoce, piensa, desea, siente, ama y actúa, es decir, falta mirar a la persona humana en su totalidad de cuerpo, alma y espíritu. Se debe reconocer en cada niño, joven o adulto no sólo a alguien que piensa, sino que siente, sueña, sufre, llora, canta, ríe, baila, espera, cree y ama.
Necesitamos revolucionar la educación, si en verdad queremos generar cambios y trasformaciones positivas para una sociedad que pueda abrazar la Paz y reconciliación. Hay cuestiones incómodas, de las que muchos no quieren hablar o prefieren mejor soslayar voluntariamente.
¿Por qué seguir educando para la repetición y no se promueve el pensamiento libre, crítico, el talento, la motivación, la pasión, la creatividad sin dejar a un lado la disciplina tan necesaria para el éxito o felicidad en la vida personal, familiar y social? ¿Por qué los menos favorecidos siendo ellos quienes más necesitan, no van a las mejores y más influyentes universidades? ¿Por qué el hijo de una campesina humilde no puede ser magistrado o general de la República? ¿Ayuda nuestra educación a cerrar la brecha de la injusticia social y económica? ¿Por qué personas con Doctorados en Ética Administrativa y Empresarial desangran el erario de la nación a través de artimañas para mantenerse en una aparente legitimidad, ocultando sus macabras y oscuras prácticas? ¿Por qué yo me hago estas preguntas, mientras otros sólo las leen e ignoran o también las comparten? ¿Por qué nos cuesta tanto escuchar a los demás y se nos hace casi imposible aceptar al otro en su diferencia? ¿Por qué hemos desarrollado esa discapacidad para vivir delante del otro, con el otro y para el otro, que al final nos sumerge en el caos social, la violencia y la guerra? ¿Por qué no hemos sabido comunicarnos y entendernos desde lo que somos como personas pertenecientes a una cultura respetando diferencia y diversidad propia de cada uno dentro del país? ¿Por qué, por qué, por qué, son tantos por qué, pero también hay tantos para qué, cómo, cuándo, dónde, cuáles…?
Todo esto es un gran reto, es un desafío para valientes soñadores que no se rinden ni dan por vencidos ante las adversidades. Hagamos una alianza para lograrlo, vamos a propiciar la unión entre escuela, estudiantes y familia sin renunciar a los compromisos, valores y principios religiosos o espirituales que al final determinan la vida de cada persona. Pues ciertamente, podríamos vivir sin algoritmos, pero jamás podríamos vivir sin aprender a relacionarnos con los demás, o dicho en otras palabras, necesitamos los algoritmos de la sana relacionalidad existencial y no solo matemática.
Todo esto porque la antropología en cuanto ciencia del hombre nos enseña que somos no sólo seres racionales por naturaleza, sino también relacionales por antonomasia. “Pensar, comunicar y convivir”, es la propuesta pedagógica de Julián de Zubiría y de tantos humanistas que como yo jamás perdemos la fe en la humanidad. Porque el ser humano, no es ni ángel ni demonio, es criatura de Dios, obra del Creador a su imagen semejante, es decir, capaz también de ser crítico y creativo, de ser reflexivo, de amar y ser amado, de comunicar y convivir con los demás. Ha sido construido el ser humano por su Creador como ser para el encuentro con el otro, varón y mujer, Dios los ha formado plenamente a cada uno para que compartan la totalidad de sus ser mutuamente en el amor. Es por tanto, también amo de la creación, llamado a cuidarla, beneficiándose y disfrutando de ella sin caer en la tiranía y sometimiento que conduce a la destrucción de la naturaleza y con ello, al exterminio del hombre mismo. La antropología bíblica tiene mucho que aportar en este debate sobre la cuestión del hombre, es decir, del varón y la mujer. Con asombrosa belleza se pregunta el Salmo 8:
“2 ¡Oh Señor, nuestro Dios, qué grande es tu nombre en toda la tierra! Y tu gloria por encima de los cielos.
3 Hasta bocas de niños y lactantes recuerdan tu poder a tus contrarios y confunden a enemigos y rebeldes.
4 Al ver tu cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has fijado,
5 ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿qué es el hijo de Adán para que cuides de él?
6 Un poco inferior a un dios lo hiciste, lo coronaste de gloria y esplendor.
7 Le has hecho que domine las obras de tus manos, tú lo has puesto todo bajo sus pies:
8 ovejas y bueyes por doquier, y también los animales silvestres,
9 aves del cielo y peces del mar, y cuantos surcan las sendas del océano.
10 ¡Oh Señor, Dios nuestro, qué grande es tu Nombre en toda la tierra!”.
De esta forma magistral proclama el salmista la Grandeza de Dios y a la vez la dignidad del hombre dado por su Creador. Esta es pues una de las principales tareas, retos o desafíos que tenemos como seres humanos: reconocer la Paternidad de Dios, para que al aceptar qué hay un padre común de todos en esa misma medida podamos también reconocer y asumir la Fraternidad universal. En otras palabras, si cada uno ve a Dios como Padre, no puede sino ver también en los demás un hermano para amar y no un rival o enemigo a derrotar. Ese es el gran mensaje del Evangelio de Jesús de Nazaret:
“Os doy un mandamiento nuevo: Amaos unos a otros; como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos”,
(Juan 13, 34-35).