Al final de cada año como de costumbre, todas las familias entran en beneficio de inventario para evaluar el año que termina y prepararse para recibir el año nuevo. Entre tantas moralejas que nos deja el 2020, se ratifica una vez más que la alegría y el dolor son la esencia de la vida. Este ha sido un año colmado de mucho dolor, angustias y sinsabores. Muchos ciudadanos y ciudadanas realmente útiles a los mejores y más caros intereses de nuestra sociedad, se los llevó a la eternidad, sin viaje de regreso, esta pandemia letal del Covid-19. Un año de lágrimas y recuerdos, de familias incompletas y una procesión interminable hacia los campos santos. Este ha sido un año de dolor en todas sus manifestaciones. Sepelios y velorios poco concurridos, con las expresiones de pesar solo por las redes y medios de comunicación. Familiares llorando a sus difuntos desde la distancia sin poder despedirlos hasta su última morada. Lágrimas y más lágrimas se lleva el 2020 que termina. Un año lleno de desventura y que quedará marcado en nuestras vidas para siempre por lo nefasto que ha sido para nuestra sociedad. Porque este año el destino nos cambió la vida. Cómo si ya no hubiera tiempo para las despedidas. Hoy solo el recuerdo del ayer perdura como la historia de nuestra vida real. Ya nuestras calles no lucen llenas de alegrías.
Los festivales y fiestas conmemorativas de nuestras tradiciones y costumbres, fueron cancelados hasta nueva orden. Este año no hubo pachangas ni derroches, ni los excesos de las parrandas, ron y mujeres. Estamos llamados a la reflexión y a cambiar nuestro estilo de vida. A darle más calor al hogar y a la familia. A valorar más lo que tenemos y a vivir con lo esencial sin lujos ni ostentaciones. Queda demostrado también que, en medio del dolor, vemos la inmensidad de oportunidades que hay detrás de tanta alegría vana y los afanes del mundo. Hoy alcanzamos a comprender que todo es vano y la dicha es fugaz. Que solo nuestra profunda maduración interior nos lleva a mirar el mundo con más amor por nuestros semejantes. Que necesitamos rodar por el suelo, para levantar la cabeza y mirar el cielo en busca de Dios, porque las mayorías no buscan a Dios en la alegría sino en el dolor. También nos enseña este año, que debemos bajarnos de esa nube gris en que andábamos, trabajando para vivir y no viviendo solo para trabajar, para que el mismo pueblo que nos ayuda a subir, nos reciba en sus brazos, cuando nos toque descender. Igualmente, enseñándonos que hay que atesorar mucho fundamento para el porvenir.
Son tantas las cosas que nos ha enseñado este dolor inmenso del 2020. Que nos dice también que el hombre, entre más solo está, más mundo ve. Que debemos vivir la vida cada día como si fuera nuestro último chance, sirviendo siempre, sin dejar un te quiero sin decir. Luchando por ser más útil que importante para la sociedad. Pensando que tu Dios no es solo el dinero, la fama y el poder, sino que hay cosas que no se compran con dinero, porque no todo se compra ni se vende. Que hay que vivir una vida de principios y valores, pensando en no hacerles a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Viviendo una vida con sentido y con sueños colectivos. Donde a lo bueno se le dice bueno, y a lo malo, malo. Compartiendo el dolor del prójimo. Poniéndose en los zapatos del otro para saber cómo aprietan sus calzados. Levantándose cada mañana, dándole gracias a Dios por la vida, el pan y la salud y la nueva oportunidad de vivir. Comprendiendo que entre más grande es el hombre, mejor comprende lo pequeño y que el hombre grande no es aquel que nunca se ha caído sino el que se ha caído varias veces y se ha levantado.