“Negra si me muero no me guardes luto que el muerto no oye ni ve ni entiende”.
Tengo en la mente mientras escribo esta columna el aparte transcrito, que corresponde a la canción titulada ‘No me guardes luto’ de la autoría de Armando Zabaleta Guevara que los Hermanos Zuleta incluyeron en el Corte 1 del ‘Lado A’ del LP titulado ‘Tierra de Cantores’, cuyo lanzamiento se hizo el 16 de julio de 1978.
Al reflexionar respecto de las cosas, usos, costumbres y modales que han cambiado durante la emergencia que estamos afrontando, es ineludible referirnos a lo que esta sucediendo con los velorios, las velaciones y las honras fúnebres, la verdad que además del acontecimiento brutal de la pérdida irreparable, la familia del difunto tiene que afrontar situaciones inéditas para la retina de quienes circulamos por la Costa Norte de Colombia, es lo que se puede denominar una revictimizacion.
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Lo primero es la soledad, todos sabemos que en nuestra región si nos invitan a una fiesta, vamos si no hay otros asuntos que atender, pero cuando hay un muerto de por medio, lo que esté pendiente se aplaza y así nos volemos una uña, barajustamos para allá a “echarle el brazo” a sus familiares y expresarles nuestras sentidas condolencias, ya no se puede hacer, y si nos desplazamos debe ser subrepticiamente porque el derecho de locomoción está restringido a consecuencia de la presencia entre nosotros de esa peste que anda como loca con machete buscando a quien matar.
Lo que vive la familia que ve partir para siempre a uno de los suyos, es especialmente deprimente, en medio de su aflixion deben afrontar sin las esperadas compañías ese momento crucial, los tradicionales “duelos” se acabaron, empezamos a extrañar los días pre coronavirus cuando uno llegaba a dar el pésame con la guayabera blanca bien almidonada aun estando el muerto caliente, después del abrazo pertinente, nos sentábamos a esperar la ronda de la bandeja con el infaltable calentillo, café o té helado dependiendo la categoría del fallecido, el siguiente paso, es un discreto reparto de la vista, el pescuezo facilita la vueltecita de cuarenta y cinco grados, ida y vuelta para percatarnos quiénes están o para el conteo y saber cuántos estamos, todo antes de poner conversación a quien este a nuestro lado –sin importar si se conoce o no– para romper el hielo se dice “ahora para morirse solo se necesita estar vivo” o “esto parece mentiras”, así no sea cierto porque hay muertes de las que uno sabía que no escaparía quien está en el estuche funerario.
El miedo a la muerte y todo lo que tiene que ver con ella se ha potenciado, porque ahora si la gente no está pendiente del cuerpo del nuevo habitante de los habitantes celestiales, se lo devuelven en la cajetica, sin previa consulta y como si detrás de la prisa por cremar existieran macabros intereses, y a nadie le gusta que le den candela.
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Pero los velorios que mas se añoran son los de nuestros pueblos porque la velación es siempre en la casa que construyó con su trabajo el que se va, todo mundo se conoce, desde que se llega se entera uno de las causas reales de la muerte que a veces no son las que trasciende en los medios, o en el Registro de Defunción, no se sienta uno cuando ya tiene en la nariz el olor agradable de un buen café hecho en fogón de leña, y no dejan ir a uno sin desayunar si es de mañanita o almorzar si es al medio día, de entrada no hay ningún problema en inmiscuirse en las conversaciones ajenas; si porque ese silencio aburridor de las salas de velación de la ciudad por allá no existe, hay libertad de expresión y de volumen, sin que nadie nos mire mal, y a las mujeres las otras les hace control de vestuario para comentar si el traje se lo puso en velorios anteriores, bautizos o matrimonios, tampoco hay librito para registro de los visitantes, nuestra gente en los pueblos tiene grabado en la mente quien llegó junto con la mala noticia, quien vino con el cajón, quienes estuvieron al momento de meter al difunto en el hueco, que visitas faltan y suceden cosas como me sucedió en Maicao, resulta que el día de ‘Los nueve días’ de fallecida la señora madre de una amiga, apenas hice mi ingreso a la sala donde estaba el Candil, esta se levantó de la silla, disparada como un resorte y me dijo a todo pulmón “doctor Acosta lo estábamos echando de menos”, claro todo mundo me clavó la mirada para saber quién era el del pésame tardío, sentí una pena infinita, pero a la vez un alivio por haber ido, no pensé que a pesar de la asistencia de tanta gente a los actos fúnebres y siguientes días de velación, se hubiera notado mi inasistencia.
Por el momento esos encuentros luctuosos son cosa del pasado y dudo que vuelva a ser igual porque nada será ya como antes, es incómodo no poder abrazar a nuestra gente ante su justificada aflixión, ni compartir con las amistades alrededor de unos traguitos “sociales” repartiendo el trago a todos con la misma copita, ahora es de lejitos, frío y sin gracia, o sea que también para los fieles difuntos la cosa cambió porque su soledad no comienza cuando se les da sepultura sino desde cuando se le parte la cabuya…¡Que vaina!