Dios interviene en la historia humana y esto es lo que constituye la “historia de salvación”. Historia en la que se va preparando el “Reino de Dios”.
Historia que culmina con la venida de Dios – Salvador. El antiguo testamento nos habla del “Dios que viene”. El nuevo testamento nos habla de “Dios que ha venido al mundo” y de su regreso al final de los tiempos.
En esta historia de salvación, Jesucristo es el centro y el personaje principal. Pero junto a Él, en segundo lugar, está María, la Virgen de Nazaret. Ella es una mujer del pueblo, de una piedad sencilla, madre de un hombre concreto, una persona cuya vida se sitúa en una época determinada. Pero como madre de Jesús, que es, su vida y su misión, se ven envueltas en una dimensión suprahistórica, al participar estrechamente en el misterio de su hijo, Cristo Señor.
El Concilio Vaticano II quiere que consideremos a María en esta doble dimensión: histórica y suprahistórica, por eso nos habla de “la misión de la Virgen María en la misión del verbo encarnado y del cuerpo místico” y continúa el Concilio “con ella, excelsa hija de Sion, tras larga espera de la promesa se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana”.
Con María Virgen se termina la larga espera Mesiánica de Israel. Con María madre de Jesús comienza la nueva y definitiva era de salvación. Ella cierra el antiguo testamento y abre el nuevo testamento. La Virgen María no aparece de imprevisto en la historia. Fue largamente preparada por Dios en el pueblo escogido. Brota de la raíz misma de Israel y es su más auténtica corona.
La comunidad de Israel fue primero una confederación de tribus, después un reino centralizado, luego una sociedad agrupada alrededor de su templo. Después del exilio de Babilonia (año 586 a.c.) las almas mejores y más piadosas formaron el llamado “resto de Israel”, el verdadero “pueblo de Dios” que vivía abierto a las esperanzas Mesiánicas y se preparaba en pobreza y humildad para el futuro Reino de Dios. Estos pobres y humildes del antiguo testamento son los “anawin”: los “justos” y “temerosos de Dios”, “los santos de Dios”, los fieles “servidores de Yahvé” que confían en su palabra y viven de su gracia. Constituían lo mejor de Israel. En María se sintetiza esta piedad y esta espera de lo mejor de Israel. “Toda la vida espiritual del antiguo testamento alcanza en María su apogeo, su punto de perfecta madurez”.
En María todo era espera y deseo de Dios que viene. En el alma de María culmina toda la piedad –anawah–de Israel. Ella es Israel personificado: es el “pobre de Yahvé” abierto de todo corazón a Dios y a sus planes. Es la “flor de Israel”. Cuando abre su corazón y sus brazos de mujer para acoger a su hijo Jesús, personifica a Israel que recibe al Mesías esperado. Así se revela María en el momento de la anunciación. A los planes de Dios que le expone el Ángel, ella responde en fe y esperanza: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mi según tu palabra”.
María hace suya la vocación de Israel que espera al Mesías y lo acoge cuando este se presenta en el mundo. “Con esa fe María pasa del antiguo testamento al nuevo: al hacerse madre, se hace cristiana”. María es la “Sierva del Señor”: es humilde ante la mirada de Dios, es alma abierta al Dios que viene, es pura receptividad.
Cuando Jesús más tarde proclama en el sermón de la montaña “bienaventurado” o feliz a los “anawin” a los pobres que tienen alma abierta y receptiva de Dios, no hará sino canonizar a María y a todos los que la imitaren. “Así, María, aceptando la palabra divina, fue hecha madre de Jesús… y se consagró totalmente cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su hijo…” Vaticano II.