En un pasado no muy lejano, Valledupar carecía de funerarias. La costumbre era (aún no se ha perdido) velar al fallecido en la sala principal de su vivienda.
La velación era algo peor que la propia muerte. Había que alquilar sillas, contratar meseros, comprar o fiar ropa de luto, fiar café, agua aromática o licor, chivo, bastimento, etc., en la tienda, dependiendo si el cadáver era guajiro (en estos casos, la costumbre de los hijos del muerto es casi arruinarse para brindar desayuno, almuerzo, comida, merienda, ron y de ñapa soportar las carcajadas de los amigos, riéndose de la seriedad del finado, de los llantos fingidos de otros, chistes, etc.).
Como una necesidad y gracias a Dios, apenas, el día 9 de mayo de 1983, don ‘Nacho’ Maya Rasgo, esposo de Justa Escalona Martínez, padres de Margoth, Nury, Cecilia, Fabio, Ruth y Carlos Maya Escalona, fundó la funeraria «Los Ángeles», primera en la ciudad, encargándose de velar al finado, quitándole ese peso a la golpeada familia.
Sin embargo, antes de crear este importante servicio a la comunidad, don ‘Nacho’, a través de su taller de ebanistería «Muebles Margoth», con el apoyo de los ebanistas Antonio Arroyabe, Miguel Marriaga y Melquiades Salas (padre del Arzobispo Vallenato Pablo Salas Anteliz), fabricó la mayoría de ataúdes que han desfilado en los cementerios de este legendario Valle.
La carpintería de don ‘Nacho’ se especializó en hacer cajones para difuntos de todos los estratos sociales. Incluso, para marimberos. Este cajón exótico tuvo mucho pedido en La Guajira y el Magdalena. Era ingenioso para la época, hecho en cedro rosado de la India, acolchonado para comodidad del finado, con luces que se prendían cuando se abría. Tenía, además, un sistema de alarma que se activaba por ingreso de cucarachas, hormigas, ratones, etc., que producía un sonido de 70 decibeles para rechazarlos, garantizando, así, el descanso eterno. También tenía un espejo a la altura de la cara del finado, que se iluminaba, con la respectiva llave para abrir el ataúd, una bocina de tractomula, un juego de herramientas, con martillo, cincel y otros, con una bolsa plástica con un pedazo de panela atanquera, arepa y chicharrones deshidratados para 24 horas, para auxiliarse en caso de resucitar, adornos en la parte exterior, y lo principal, era que tenía incorporado una radio FM, con pilas alcalinas de larga duración, que le proporcionaba música al difunto por lo menos durante las nueve noches, para que el alma pudiera viajar alegre a la morada celestial.
Normalmente, ‘Nacho’ usaba una cinta métrica, que vendían en Barranquilla, para medir al difunto, medida necesaria para fabricar el respectivo ataúd. No obstante, dicha cinta se extravió y encargarla a Barranquilla demoraba una semana. Había mucho trabajo y a ‘Nacho’ se le ocurrió una brillante idea: La cinta métrica humana. A través de ella, medía al difunto y conforme a sus medidas construía el ataúd.
Esta cinta métrica humana no era otra cosa diferente a su esposa Justa, que se encargaba de asistir con ‘Nacho’ a la casa del recién fallecido y, una vez daba pésame a la viuda, se ponía a llorar con tristeza, a veces con gritos agudos o suaves, dependiendo la clase social del muerto, y después abrazaba al difunto de la cabeza a los pies, y luego por los costados, diciendo, en voz baja a ‘Nacho’: «NS, 1,80; EO, 40 y A, 30». Esta especie de coordenadas las entendía perfectamente ‘Nacho’, quien las anotaba en su libreta, para tenerlas en cuenta en la hechura del cajón.
A la semana llegó la cinta métrica, la cual reemplazó el abrazo de Justa, quien fue extrañada en los siguientes velorios vallenatos.
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