Para titular esta reflexión que hago con mucho cariño, admiración y respeto a mis amigos versados en la historia y evolución de la música vallenata, tuve la opción de escoger entre dos adjetivos para calificar a las especies de dicho género que quedaron huérfanas o excluidas después de que arrancó el Festival de la Leyenda Vallenata, en 1968.
Me refiero a expósito y apócrifo. Después de mucho pensarlo me decidí por el primero: expósito.
Expósito me gustó más porque se identifica o trata de advertir mejor lo que quiero exponer con respecto a unas variedades de ritmos –hermanos biológicos del son, de la puya, del merengue y del paseo–, pero que desafortunadamente, por cosas del destino, fueron a parar a un basurero, como los niños no deseados. Fueron declarados no aptos para concursar y, por ahí derecho y sin fórmula de juicio, terminaron excluidos de la familia vallenata.
Un niño expósito, según la Real Academia de la Legua Española, es un recién nacido abandonado. Apócrifo, en el contexto de los libros sagrados, se refiere a aquellos que la Iglesia católica no considera como de inspiración divina, no son auténticos, o no son obras de la persona a los que se atribuyen. De esta manera, por ejemplo, hacen referencia a “evangelios apócrifos”.
Pues sí. Me gustó más expósito porque recoge el concepto biológico de hermano, de familia, de sangre, de ese linaje musical que va brincando, evolucionando de padres a hijos, hibridando generación tras generación. Y, es de esta manera, que considero que la música –universalmente hablando–, se comporta como un ente vivo: es decir evoluciona. Y evolucionar significa cambiar a través del tiempo sin perder su continuidad, su carácter hereditario y sus raíces evolutivas; y mucho menos sin tirar a la caneca de la basura, sin excluir y abandonar a los parientes más débiles a su propia suerte. La modernidad llama a esto xenofobia, nacionalismo, racismo y eugenesia; o sea, la purificación artificial, programada social y políticamente, de una supuesta raza superior, eliminando y excluyendo a las minorías, a los más débiles y a los que se consideran extraños.
Entonces, con ello en mente, si aceptamos la premisa anterior, estamos preparados para entender que la evolución de la música es equiparable a la evolución biológica.
La evolución biológica se basa en el origen de las especies; es decir, con el paso del tiempo, en específicas regiones geográficas de la Tierra y debido a las fuertes presiones ambientales, individuos ancestrales van cambiando poco a poco dando origen a descendientes distintos a él. Al conjunto de estos nuevos individuos que comparten características anatómicas, funcionales y comportamentales parecidas, con un antepasado común, se les denomina especie. Y género viene a ser el listado completo de las especies que comparten entre ellas ese conjunto de caracteres comunes derivados de ese antepasado común.
Sin embargo, la evolución también funciona cuando dos especies se fusionan y producen un híbrido entre las dos, como la mula, que es una especie híbrida resultante de la fusión de dos especies del mismo género Equus (Equus ferus, caballos y Equus africanus, burros)
De estas dos formas evolutivas (ancestro común e hibridación) la música del Caribe colombiano ha evolucionado más por hibridación, es decir, mediante la fusión de elementos musicales extraídos de los tres consabidos continentes: África, Europa y América. Luego, es indiscutible que nuestra música costeña es una mezcla tricontinental, una sopa que empezó a cocinarse a fuego lento en amplias zonas (nichos ecológicos) de la Costa Atlántica desde la llegada de los esclavos africanos hace cuatro siglos. Y aún está en pleno hervor. Lo mismo sucedió con muchas músicas folclóricas de América toda: tango, samba, merengue dominicano, son cubano, calipso, reggae, jazz.