Rambo se despertó con el sol que se filtraba por las hendijas formadas en las cajas de cartón que unía en forma de ventana antes de dormir, y que evidentemente no bastaban para protegerlo de la luz que el alba traía.
Afortunadamente la pereza le ganó al astro rey y con el nido de pelos que recordaba a la cabellera de la medusa de la mitología griega, se tapó la cara y siguió durmiendo.
Al poco tiempo, la impertinente algarabía de los transeúntes y el olor que emanaba un mofle dañado le ganaron al sol y de mala gana, se levantó.
No reconoció el olor a monóxido de carbono y lo interpretó como si se tratara de las comunes y vulgares flatulencias del vendedor de frutas que pasaba cerca a él y le lanzó el primer insulto del día: ¡hueles a peo! Le gritó.
Rambo es otro de esos personajes que le regala magia a esta tierra: uno no sabe dónde vive, dónde duerme y dónde come. Para nosotros, comunes mortales, hace parte del paisaje y se extraña cuando se ausenta y se sonríe al verlo llegar.
Cuando le da la gana, ayuda a la gente con los mandados y hace alarde de su fuerza bruta: carga pesados objetos con una resistencia que supera la estabilidad de una normal columna vertebral y mientras lo hace, no se lamenta: ríe, canta y grita y nos evidencia lo obvio: él no es un común mortal.
Su voz de trueno recuerda el galillo de los cantantes de música tropical.
Realmente creo que si la vida le hubiese sonreído, perfectamente hubiese podido ser merecedor de un “’Congo de Oro’ y hacerle competencia a los cantantes afro de música caribeña.
Su nombre lo tomaron prestado de aquel personaje de Hollywood de las películas de guerra y realmente no sé quien lo bautizó con ese apodo; con el pasar del tiempo se apropió tan bien de él que en la memoria de mis paisanos ya nadie recuerda a Silvestre sino a Jair cuando escuchamos hablar de Rambo.
Algunas veces se veía en la playa retozando con los perros callejeros, ahuyentándolos con su artillería pesada de palos y varillas, agregando más capas de sal, sol y arena a su humanidad.
Otras veces se le veía en la zona del centro, por los lados de la Alcaldía, metiéndose con todo el que pasaba o defendiéndose del ataque de los vagos que no perdían la oportunidad para sacarle la piedra y reírse de su embolate.
Yo buscaba un poco de lucidez en su mirada y con gran fatiga, a veces la encontraba, pero se defendía escondiendo su cordura y realmente no sé qué tan cierta y tan grave sería su enfermedad mental.
Bien que se portó el día que lo necesitamos y nos acarreó en más de una ocasión, ese oro liquido llamado agua y conocía y reconocía por su nombre a todos los de la cuadra, incluyendo a los perros y gatos y hasta al loro charlatán de un vecino.
A veces hablo de él en presente, ignorando la realidad de los hechos, porque duele saber que un día lo encontraron moribundo y que esa fortaleza que tanto admiré, se desvaneció en un diagnostico de desnutrición… la verdad lo creía inmortal, lleno de vida, de gritos y risas.
Él, celador del reposo eterno del cementerio central, no imaginé que necesitaría también reposar.
Pero así fue y entonces tantos paisanos se ocuparon de sus restos, para darle un poco de dignidad y contrario a la soledad que lo embargó, se fue en medio de una multitud que quiso despedirlo, cuando aún las despedidas podían ser multitudinarias, dejándonos una paradoja increíble entre el ayer y el hoy, la locura y la lucidez, la soledad y la compañía, lo solemne y lo sencillo:
Rambo, el loco, vivió en soledad y olvido y fue despedido en medio de un gentío y con ceremonias póstumas; con la pandemia, muchos “cuerdos” que jamás conocieron la soledad.